Las cumbres discretas del bajo Cares, donde Asturias da relevo a Cantabria, esconden aldeas –bonito nombre- tan coquetas como Alevia, en las que la hotelería con carácter forma parte del paisaje. La Casona d´Alevia era vivienda del padre de Lupe. Toda la utillería de su trabajo artesano de juventud preside el recibidor de la casa, expuesta en un muro. Lupe, Gregorio y sus hijas han hecho de este hotel acogedor, que pertenece a la red de Casonas Asturianas, un lugar al que nos apetece regresar de cuando en cuando. Porque estamos a un paso de Cabrales, a otro de los Picos de Europa y a misma distancia de San Vicente de la Barquera, que son tres argumentos para regresar mucho. La casa es de muros de piedra y con balcones, con un patio en fachada en el que la sombra y el cariño hace crecer hortensias de porte enciclopédico. Las habitaciones son acogedoras, en tonos naturales en colchas y mobiliario, haciendo juego con el paisaje que muestran las ventanas. Verdes de prado, marrones de roble en otoño, tonos tierra. Por las mañanas, dos sonidos celestiales, el de los cencerros lejanos de vacas mil –diremos cientos, ahora que la UE castiga a la leche asturiana- y el de la vajilla mientras Gregorio prepara los desayunos. Qué gloria el aroma del café que sube por la escalera y atraviesa puertas, como despertador divino. Hemos vuelto a Alevia y no podemos dejar pasar la mañana entre sábanas. O sí, que a Gregorio no le importa servir un desayuno tardío. Ya habrá tiempo de unas rabas en San Vicente para la cena, de un paseo por el Cares por la tarde. De una subida a Picos… otro día.