En el sur de Marruecos, salirse de los circuitos más habituales cobra tintes de aventura. De más aventura. Casa Juan se llama así porque Juan Antonio, fotógrafo destacado y aventurero nato compró a un bereber una casa desde la que antaño se contemplaba el paso de las caravanas que se dirigían desde el África subsahariana hasta los mercados de Marrakech y el norte de Marruecos. Y está en un lugar mágico, por auténtico, silencioso, ajeno al turismo, entre Zagora y las dunas de Mahamid, donde se termina el asfalto. Aït Isfoul es una aldea en ese ecotono que comparte las últimas llanuras del desierto de piedras -hamada- y las primeras dunas del desierto de arena. Niños y mujeres acarrean fardos de leña camino de sus casas de adobe, entre palmeras y vetas de arena, una estampa bíblica. El hotel es de sencillez agradabilísima, con paredes de adobe, ventanas frescas y mucho color. Esos colores que, conforme bajamos al sur se van haciendo más intensos. Ocres y añiles, blancos y verdes dominan habitaciones, baños y espacios comunes. Espacios en los que las fotografías y el arte africano permiten liberar aún más el espíritu. Al caer la tarde apenas se escucha el viento en las palmeras, las risas lejanas de los niños y las llamadas de sus madres. Un espacio ancestral.